
Estaba haciendo la maleta. Solía hacerla al menos dos veces por semana, el trabajo le obligada. Pero aquella vez era distinto, no estaba siguiendo el orden lógico que ella misma se había impuesto, primero los pantalones y las faldas, luego las chaquetas, camisas, camisetas, la bolsita de tela que su madre le había regalado para la ropa interior y que llevaba bordada sus iniciales en la parte inferior derecha, el pijama, y colocar los zapatos en sus respectivas bolsas de viaje, del otro lado de la maleta, junto al neceser, secador, el odioso cargador del móvil, cinturones y el libro que estuviera leyendo en esos momentos. Esta vez era distinto, atropelladamente metía la ropa sin orden, abría cajones, armarios, dejando sus puertas abierta, y corría de una habitación a otra, como si le fuera la vida en ello. La cerró con bastante esfuerzo, había metido más de lo que aquella pequeña maleta de fin de semana podía aguantar, tuvo incluso que sentarse sobre ella para lograr que se enganchasen los cierres. Vació sobre la cama el bote de colca-cao donde guardaba sus ahorros, arrugó los billetes y los metió en el bolsillo de sus vaqueros. Fue al despacho y cogió de la estantería una caja de cartón en la que guardaba sus secretos, la abrió y sacó un sobre abierto, algo que parecía una carta fue a parar a su bolso. Agarró las llaves y salió de casa de forma apresurada sin pararse ni siquiera a cerrar con llave. Tras de sí dejaba una más que desordenada casa, luces encendidas, armarios abiertos, cajones revueltos, y en el hilo musical sonando incesantemente la misma canción que se llevaba escuchando durante la última hora. Salió a la calle sin mirar, chocando casi de bruces con una viejecita que paseaba a su perro, y sin disculparse corrió a la carretera para coger a un taxi. Algo distinto pasó esa mañana cuando empezó a preparar la maleta, esa llamada provocó su pálida cara y esa loca manera de salir de casa, algo había pasado, algo que no le permitiría volver.
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